Una pareja gallega se casa confinada, desde la ventana de su piso, después de suspender por cuarentena un banquete para 200 invitados.
En la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la cuarentena. Mientras el mundo se derrumba alrededor. Alba Díaz y Daniel Camino llevaban casi un año organizando su boda. Se iba a celebrar el sábado 14 de marzo y sería “espectacular”, “bestial”, “única”. Pero el viernes 13 Galicia declaró la Emergencia Sanitaria y España enseguida quedó paralizada por el Estado de Alarma. Así que tuvieron que suspenderlo todo: cerraron el “lugar secreto” en el que llevaban 15 días preparando la fiesta, dijeron adiós a los 190 invitados vestidos de gala y acabaron confinándose en su casa. Pero casar, se casaron. Y su boda fue “espectacular”, “bestial”, “única”. Contrajeron matrimonio por la ventana de su piso de A Coruña, asomados a la calle, mientras un vecino, desde otra casa, oficiaba la ceremonia. En un momento en que los esponsales están suspendidos en los juzgados, las iglesias o los Ayuntamientos, el acto no tiene “validez legal”, pero es totalmente firme en el plano sentimental.
Alba Díaz dirige la empresa Frida Kiwi, especializada en organización de bodas y con clientes en toda España. Este año, en concreto, “de mayo a septiembre tenía concertadas muchísimas bodas” porque “mucha gente había esperado a 2020” por eso del número redondo, lo mismo que otras tantas parejas, en Galicia, estaban encargando bodas ya para 2021, año santo jacobeo. Pero ahora todo eso se ha quedado en suspenso, como un montón de actividades de la vida, con la incógnita de cuándo acabará la pesadilla. Y entre los fastos que Alba ha tenido que posponer está el suyo propio, fijado para el día en que la pareja cumplía 11 años de relación y diseñado hasta en el último detalle como una metáfora de la personalidad de los novios. Habían tardado mucho tiempo en encontrar el lugar idóneo, y lo habían localizado al fin en un misterioso recinto de Monforte de Lemos (Lugo). Misterioso, sí, porque aún a día de hoy, con la esperanza de volver a retomar la fiesta en unos meses, la recién casada se resiste a revelar la ubicación exacta y los detalles.
Ningún invitado sabía dónde se iba a celebrar el convite. Los asistentes solo estaban avisados de que era en Monforte. Como mucho se habían enterado de que la ceremonia se oficiaría en la plaza de abastos. Lo demás era y sigue siendo secreto. Lo que Alba Díaz sí cuenta es que llevaban “15 días montándolo todo” y que tras la boda les llevaría “una semana el desmontaje”. Habían tenido que transformar las paredes y el suelo, llevar cocinas, sillas, mesas, cristalerías, vajillas, cubiertos y mantelerías alquiladas. Encargar flores y confeccionar todo tipo de elementos decorativos; construir un photocall. Hacía días que a la vista de las noticias que llegaban de Italia habían cancelado ya su luna de miel en Milán y la Toscana y habían cambiado ese viaje por un puñado de días de descanso en el sur de Portugal.
Pero entre el jueves, cuando ella se probaba por última vez el vestido de novia en Lugo, y el viernes por la mañana el número de infectados por coronavirus se disparaba, el país entraba en pánico y las decisiones políticas se precipitaban. Era entonces cuando los novios, con buena parte de los invitados ya en Monforte, acordaban cancelar la boda de sus sueños en la que habían puesto tanto empeño, y también la luna de miel. “Todos estábamos destrozados, pero hay que tomárselo como lo que es: una lección de vida”, insiste ella.
Cerraron la puerta y dejaron todo allí dentro. Incluidas las flores frescas recién montadas, y los nombres de los comensales en cada mesa. Habían invertido una enorme cantidad de dinero que ahora tienen que pagar, porque la boda ya estaba completamente lista. Y en medio de ese “desgarro” que sentían, regresaron a su ciudad y a su piso en el centro de A Coruña para encerrarse como todo el mundo. Si embargo el sábado, confinados y hechos polvo, empezaron a recibir mensajes de ánimo de sus amigos y fotos y vídeos de aquellos que habían decidido vestirse de gala en sus respectivas casas, con los trajes, pajaritas, vestidos, tacones y tocados que pensaban llevar al evento.
Fue Daniel quien propuso la idea. “¿Por qué no nos casamos por la ventana?”, dijo. Porque en todas las bodas, además de un par de novios, hacen falta testigos y un maestro de ceremonias. Le pidieron a una vecina del edificio de enfrente que los grabara y otro del piso de al lado se ofreció para oficiar el casorio. Con el jaleo se fueron sumando algunos curiosos. Cada uno desde su propio aislamiento, asomados a sus galerías y balcones como si fueran palcos de un teatro en la oscuridad de la noche. El traje de novia aún estaba en Lugo, así que Alba se conformó con ponerse la bata blanca que se había hecho para cambiarse el día de la boda.
“En este día tan especial se casan dos amigos. Alba, ¿quieres a Daniel como esposo?”, preguntó a voz en grito el voluntarioso vecino sin alzacuellos ni bastón de mando ni gorra de capitán ni mazo de juez. “Claro que sí, siempre”, respondió ella. “Daniel, ¿quieres a Alba como esposa?”, preguntó esta vez al novio el oficiante. “Claro que sí, por toda mi vida”, contestó él. Sonaron aplausos, ovaciones, la novia lanzó el improvisado ramo de flores rojas y los vecinos empezaron a pedir, insistentes, que se besasen. Lo más importante para sellar la alianza.